Ese
momento en el cual el libro cambia de manos tiene la peculiaridad de poner en
la casilla del lector esa parte de responsabilidad que le compete a la hora de
juzgar el trabajo del autor. Ese trasiego de páginas se convierte en el
vehículo imprescindible para que la persona que un día se puso a escribir vea
hasta donde puede llegar aquello que salió de su pluma. Por eso a la hora de
escribir unas líneas para que figuren como dato añadido al margen de la propia
publicación, el autor siente la emoción propia del que está ofreciendo lo mejor
de si mismo. La trayectoria a seguir por parte de ese ejemplar firmado nunca la
sabremos, su devenir trasciende a ese mágico momento, es deseable que no se
convierta en algo personal y la rueda de lectores en torno a esa firma gire y
gire. Dos personas, un libro y un exposición de pintura como mudo testigo, qué más se puede pedir para que la trasmisión de conocimientos se ponga en marcha.
“Cuando
los bosques mueren” vuela de nuevo, cambia de manos. La satisfacción se refleja
en los rostros. El preámbulo ya está escrito. Tan solo falta la culminación del
proceso, la respuesta del lector.