miércoles, 29 de octubre de 2014

Capítulo 3

En este capítulo, la voz del narrador nos dice:

Una vez más Chus se vio envuelto en una mudanza, que si bien le ocasionaba trastornos, él buscaba la forma de distraerse para que no le resultase demasiado traumático. Aquel jaleo de cajas, de ropa fuera de los armarios, de señores extraños cargando y descargando muebles en un camión enorme con letras más grandes que él: “Mudanzas y Transportes SA”,era con lo único que disfrutaba, con los desplazamientos y el trasiego de objetos se imaginaba que aquello era una aventura, que emprendía viaje sin rumbo fijo, que la carga consistía en fardos y más fardos con tiendas de campaña, cuerdas, provisiones, libros y artilugios de observación de todos los tamaños: telescopios, cámaras, prismáticos y ropa, mucha ropa, de explorador. Cada vez que podía se colaba en la cabina del camión, que le daba una perspectiva más panorámica de la carretera, de los árboles, de los campos, de la montaña, que a él siempre le parecían senderos inexplorados por los que se adentraba junto a aquellos hombres desconocidos. Sólo que esta vez en su viaje a La Carolina, el conductor del coche era su padre y la conversación se reducía a un intercambio de monosílabos casi sin mirarse a la cara. Atrás se volvieron a quedar otro grupo de compañeros de clase –tendría que volver a repetir cuarto de EGB –los pocos amigos que le había dado tiempo de consolidar en el barrio y lo más importante: su madre. Detrás de una lápida que ni siquiera llegó a leer, gris, con letras en relieve de un dorado que le dañaba los ojos, había quedado oculto el féretro con los restos de la persona que más quería en el mundo. Su padre le llevó en dos ocasiones a visitar la tumba, pero aquellas visitas fueron como perderse por una jungla inmensa donde todo era desconocido: los árboles -refugio de animales peligrosos-, las hileras de nichos desfiladeros frondosos por los que caminaba junto a un señor que lo miraba a hurtadillas para comprobar si le temblaban las piernas. No lloraba, sus ojos retenían el impulso del agua como el muro de cemento que almacena un embalse, pero luego, cuando se encerraba en su habitación, cuando se retiraba a hacer los deberes, se rompía la presa y ahogaba el rumor  de las lágrimas hundiendo su cabeza en los cojines almohadones que se hallaban en la cabecera de la cama. Ahora camino de La Carolina, sólo pensaba en su madre.

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